El
crepúsculo dorado perfilaba las parsimoniosas aguas del mar Mediterráneo con un
brillante color áureo, centelleando como miles de luciérnagas que, posadas en
la superficie, se dejaban mecer dulcemente por una ligera y cálida brisa que
ascendía desde el sur. La luz anaranjada del Sol se iba marchitando mientras la
gran esfera estelar besaba la línea del horizonte, para lenta y pausadamente
cubrirse con el manto de las aguas marinas sobre las que penosamente, se
deslizaba el lento y amazacotado velero. La luna llena, ya asentada en su trono
del cielo, contemplaba la solitaria figura de la joven que se erguía sobre la
cubierta. Ignoraba la bella imagen del ocaso que se exhibía a su derecha.
Apoyada sobre la barandilla de estribor, oteaba absorta la línea que dividía el
cielo y el mar, allá donde deberían hallarse las costas de Alejandría.
Vestida
con ricas y engalanadas telas de tonos turquesa y lapislázuli, las lágrimas
manaban de sus definidos ojos azulados, perlando su bello y blanquecino rostro
semioculto por un velo cuya trasparencia permitía distinguir el contorno de sus
carnosos labios. Pero su cara de tristeza no lograba encubrir su sobrenatural
belleza. Anaelle estaba en la flor de una adolescencia dulce y a la vez
trágica. Siempre supo que su destino le reservaba un camino difícil no exento
de dolor y sufrimiento. Pero no fue consciente de la profundidad de esa
aflicción hasta que arrancaron a Roger de su lado. Desde entonces, un leve pero
agudo dolor en su pecho se manifestaba en cada latido de su corazón.
Desde que partiste,
navego en un océano de lágrimas.
Desde que desapareciste,
una grieta se ha abierto en mi alma.
Fue como
si le clavaran una daga entre sus menudos pechos. Un dolor que le hizo
doblegarse al mismo tiempo que le sobrevenían extrañas visiones de muerte,
dolor y sufrimiento. Al alzar la mirada, el horizonte se había pintado con el
color rojo oscuro de la sangre derramada.
En su
garganta se iba formando un nudo de angustia, mientras que sentía como en su
alma empezaba a crecer un doloroso vacío. Un extraño y fétido aroma de
misteriosa procedencia le causó un mareo que le obligó a aferrarse con fuerza a
la barandilla para no caer desplomada. Cerró los ojos tratando de recuperar su
equilibrio pero sintió como si su cuerpo se precipitara a un oscuro pozo de
soledad.
Entonces
en su mente, se manifestó la imagen de su amado Roger. Sonriente, le tendía la
mano para tomar la suya y besarla dulcemente. En su infinita mirada azulada se
expresaba la amarga imagen de la despedida. Su voz resonó con eco reverberado
en su interior. Su espíritu luminoso se fue poco a poco difuminando para
fusionarse con un estrellado y luminoso cielo.
Anaelle
volvió en sí. Se encontró sola, en profundo y completo silencio. Observaba como
la brisa mecía suavemente sus vaporosas telas. Rompió a llorar ruidosa y
amargamente cayendo de rodillas sobre la madera húmeda de la cubierta. Al cabo
de unos instantes, levantó la mirada. La noche había teñido el cielo con un
luminoso manto de estrellas entre las cuales, una relucía especialmente sobre
las demás con un extraño tono azulado. Poco a poco se incorporó sin dejar de
mirarla. La luz que irradiaba la hechizó misteriosamente sintiendo como de
forma sobrenatural llegaba hasta los mas oscuros rincones de su alma. Entonces
volvió a sentir su presencia. Emocionada, se llevó ambas manos al pecho. Le
olía. Le sentía...
Ahora serás la estrella azul
que en las noche guiará mi alma.
Tu luz iluminará mi esperanza
y apaciguará la pena que mi espíritu siente.
Y en mis sueños,
estaremos juntos...
para siempre.