sábado, 21 de junio de 2014

El Progenitor del Gran Apocalipsis



En las entrañas del monte de Bugarach, 17 de mayo de 1.250

Llegaron a una amplia sala iluminada con una luz que parecía natural, no sabía de dónde venía. Era una luz tenue, como la luz que a diario solía entrar tímidamente por las ventanas de los aposentos de su palacete en Roma en los primeros momentos del alba. Los dos guías se detuvieron frente a ellos y permanecieron estáticos, en silencio. El suelo de la sala estaba cubierto por una neblina espesa y blanca que apenas permitía ver los pies. La amplia estancia estaba presidida por una zona elevada que recordaba el púlpito de un salón del trono, donde el rey se sentaría para elevarse sobre todos los demás. Y de allí, de aquella parte más alta, una figura se manifestó, caminando lenta y torpemente hasta ellos. Era muy alta, al menos media dos metros. Iba vestida totalmente de negro. Una amplia capucha le cubría la cabeza, ocultándole la cara. Pero en su interior, sus ojos brillaban con una luz verdosa que cansaba mirarla. Se plantó junto a ambos guías, y con solo una mirada estos entendieron que había llegado el momento de marcharse. No lo hicieron sin antes pedirles a los guardias que les siguieran, dejando al Papa Inocencio a solas con aquella enigmática figura.  El pontífice no habló hasta que el último de los guardias se perdió de vista en la oscuridad.

- Gran Ab-ba An-ki, Señor de la luz y de la oscuridad.  – dijo esto postrando la cabeza en señal de sumisión. – Me he visto obligado a apelar a tu gran sabiduría y poder.

Una voz gutural hablando en una lengua antigua estalló en la sala rebotando contra las paredes, provocando un eco siniestro. En la mente de Inocencio las palabras iban tomando sentido, no sin provocarle un sutil pero incómodo dolor en su encéfalo, al que trató de resistirse aguantando la compostura. 

- Es el miedo el que te obliga. Un miedo indigno de alguien de tu posición. No habéis sabido permanecer unidos. Habéis optado por tomar caminos distintos que os han llevado a vivir en constante enfrentamiento. Así es como os habéis ido haciendo cada vez más débiles. Y este es el recurso del débil. El miedo. 

- Pero esta vez es la auténtica Sang Real, grandeza. El poder de sus antiguos ancestros que se materializa a través de esos niños. ¿cómo podemos combatirlo?

- ¡Cobardía! Eres un vulgar pusilánime que no ve más allá de las paredes de su palacio. Ese poder que tanto temes se alimenta de tu miedo, de tu inseguridad. Una simple amenaza y tu mundo se desborda. ¿qué tipo de liderazgo cabe esperar de alguien que se desmorona ante una simple eventualidad?

- ¿eventualidad, grandeza? Hemos sido masacrados en El Cairo y han apresado al rey, y…

- ¿El rey? ¿Ese inútil que ha acogido al enemigo a las puertas de su casa sin enterarse de nada? ¡Porque estaba demasiado ocupado batallando con sus hermanos del norte! ¡Eso es lo que nos debilita! Todos vais sobrados de vanidad y ambición, pero habéis estado tan ocupados en engendrar esos sentimientos que habéis desterrado el uso de la razón de vuestras vacías cabezas. No sois más que unas criaturas endebles e insignificantes cuya existencia es un regalo demasiado valioso, y que se está convirtiendo en innecesaria. ¿para qué quiero una hueste de inútiles si deben ser rescatados continuamente? 

- Podemos luchar contra los hombres, grandeza. Pero no nos otorgaste el poder para enfrentarnos a los dioses.

- ¿Dioses? ¿qué le ocurre, “Su Santidad”?, ¿acaso eres ahora un ferviente esclavo de la fe que propaga esa Iglesia que representas? Qué sabréis vosotros sobre lo que es un Dios. Pero sí. Es cierto. Parece que ese incómodo enemigo ha vuelto a desarrollar después de muchos siglos, unas facultades que van más allá de vuestro pobre entendimiento. Ven. Acércate.

El Papa siguió a la figura embozada escaleras arriba hasta un altar sobre el que había un voluminoso bulto tapado con una gruesa y basta tela de color beige, sucia y rasgada. Cuando la figura se acercó, la tela salió volando súbitamente cayendo por detrás del altar y dejando al descubierto una enorme caja rectangular. Se trataba de una auténtica obra de artesanía, con sus bordes tallados con formas redondeadas y de escenas de sumisión ante una figura celestial grabadas en sus paredes. Sobre la tapa, se posaban dos querubines alados enfrentados, tocándose con las puntas de las alas. Inocencio estaba boquiabierto, abrumado por el resplandor que emitía el oro con la que toda la caja estaba recubierta. 



- Esto es…

- Hace dos mil quinientos años que fue tomada del tempo de Salomón para traerla y custodiarla aquí. El Arca de la Alianza tenía guardado un destino diferente. Pero podrá serte útil. Entre las tropas enemigas hay numerosos seguidores de la fe. Este tesoro lo están buscando desde hace milenios. Te servirá para negociar una tregua y recuperar a tu prisionero. Y además, te permitirá vengarte matándolos a todos. 

Súbitamente la tapa se elevó levitando con suavidad ante la atónita mirada de Inocencio. La figura de su interlocutor se incorporó asomándose a su interior, y comenzó a regurgitar emitiendo un desagradable sonido gutural. Inocencio se retiró tapándose la nariz y la boca con su mano haciendo claros gestos de asco. Un hedor penetrante invadió la estancia y los ojos del Papa empezaron a irritarse. La tapa cayó sobre el arca quedando sellada con un atronador trueno cubriendo la nauseabunda sustancia que aquella criatura había expelido a su interior. 

- Lleva el arca a Oriente. Rinde a tu ejército y ofrécesela al enemigo a cambio de vuestras miserables vidas. Y asegúrate de estar lejos cuando la abran. 

- ¿Sucumbirá la sang real a su poder, grandeza?

- Probablemente no. Pero de la sang real me ocuparé personalmente. 

La figura abandonó la sala dejando solo al pontífice. Cuando se giró, se sobresaltó al ver que los guías habían regresado junto con los guardias. Cada guía portaba una larga vara de madera que cruzaron a través de unas argollas salientes en los laterales del arca, de forma que pudiera ser transportada. Inocencio se dirigió a sus soldados al mismo tiempo que se volvía para abandonar aquella siniestra sala.

- Coged el Arca. Nos la llevamos a Alejandría. 

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